Sur:
Arkas y Germán E. Arbeláez y Cía.
ἀρχή,
esa palabra griega, ya presente en la artificiosa lengua de Homero, con la que
se designaba “origen”, “comienzo”. Es posible que le pareciera una buena
palabra al señor Arbeláez, un comienzo, un buen comienzo. Fue en los ochenta,
la carrera quinta en su recorrido hacia el oriente tomaba el nombre de Avenida
el Jordán. A la altura de los años ochenta y de la calle 64 con carrera Quinta,
estaban las primeras etapas del Jordán hacia sur, y hacia el norte potreros;
algunos de estos terrenos eran de un sujeto llamado Saúl Parra, que todavía
figura en las escrituras de esos predios. Entonces, el señor Arbeláez ve allí
un buen comienzo, una zona residencial de clase media, una zona que se
diferenciara del medio-bajo del Jordán (que ya tenía más de tres etapas para
los ochenta), pero que no aspirara a los estratos encumbrados de Piedrapintada,
la cual estaba más al occidente. Aparece la sociedad Germán E. Arbeláez y Cía.
junto con la constructora Arkas. Por supuesto, es poco probable que la palabra
griega haya sido el origen del nombre de la constructora, pero es simpático
pensarlo.
Centro:
Mamá en el borde del mundo
Suroriente:
El llano de tierra
A los pasos
inseguros del niño los seguía la sombra de la mamá. Atardecía. La cuadra de
ladrillo a la vista y puertas blancas permanecía silenciosa. El niño caminaba y
miraba, caminaba y miraba, frente a la puerta de su casa, sobre un camino de
losas de cemento. Es difícil saber lo que piensa el niño, pero es claro que sus
pasos solo llegaban hasta cierto punto y se devolvían. Parecía que el corazón
le daba un vuelco, cuando notaba que la inclinación del camino aumentaba
mientras sus zapatos lo llevaban hacia delante. A veces, de repente, paraba su
andar en el límite justo donde el corazón le brincaba y sus ojos boquiabiertos
quedaban anclados en un punto más allá de lo que permitía sus nervios y su
mamá. Era cruzando la calle, y luego otra calle, un lote diagonal a su casa;
era una extensión ocre, entre tierra y roca, resplandeciente de atardecer. Es
difícil saber lo que pensaba el niño, pero allí estaba, absorto, de nuevo, como
otras tardes, con la mirada pegada al llano de tierra. –¿Qué miras, amor?– le pregunta
la mamá; después de un momento, él se vuelve y sonríe. Lo que pensaba el niño
quizá nunca existió, pero años después, cuando del lote vacío surge un conjunto
de edificios, el niño recuerda y nombra aquella sensación al mirar aquel llano
que atardecía: era vértigo, era como si
ese llano nunca acabara, y mis pasos no podían avanzar más, y mis ojos no
podían abarcar más, pero terminaba sonriente y mareado.
Occidente:
Historia de una caseta
Es
diciembre y dos niños se esconden detrás de una caseta metálica. Los niños de
la cuadra juegan al escondite después de rezar la novena. En esa misma
intemperie nocturna, los adultos hablan animosos de la mañana calurosa en la
que pintaron diferentes motivos navideños sobre la calle de la cuadra. Los
niños siguen escondidos, pero escuchan los pasos de alguien que se acerca; se
miran entre sí, saben que si corren los van a descubrir, así que deciden entrar
a la caseta, aun a riesgo de ser descubiertos y regañados por el celador del
barrio. Allí acurrucados nadie los descubre; oyen voces, pero no se atreven a
levantarse. Escuchan que una señora habla sobre la soledad, los potreros y la
seguridad del barrio, otras voces deciden que hay que tener a un celador
rondando esas calles, alguien más recomienda un lugar estratégico para poner
una caseta. Luego, se oyen risas y comentarios sobre el ayudarse entre vecinos.
Suena música, resuenan más conversaciones. Después silencio, silencio y
murmuraciones. Entonces, una queja melancólica recuerda unos diciembres en los
que cerraban la cuadra y pintaban la calle. Y finalmente, un chillido rabioso
rumorea sobre malas miradas y malas acciones. De golpe se abre la puerta, pero
desde dentro; los niños ya no caben allí. Cuando se levantan, ven que están en
otro lugar, han trasladado la caseta; se ven entre ellos y no se reconocen. Con
cautela, se separan.
Rosa de los vientos:
Paseando la cicla
Durante una
época, una cicla negri-morada-todo-terreno paseaba entre Los Parrales,
Arkalucía y Arkamónica. Su transitar era rutinario y monótono, daba vueltas una
y otra vez alrededor de las manzanas, luego desaparecía como un fantasma que ha
terminado de dar su ronda. La forma del recorrido delineaba los límites del
barrio.
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