jueves, 19 de junio de 2014

La Canallada del Barrio

Once historias se desenvuelven entre el trazo del dibujo y el decir de la palabra. Varios culpables y varios cómplices se reconocen como artífices de los trazos y de los decires. Una portada de fondo sepia y azulosos frentes anuncia el producto del taller editorial donde se dieron cita los culpables y los cómplices. El logo del Ministerio de Cultura Nacional es un broche en la contraportada, significa una beca de edición ganada por Artemio, el taller editorial del que surgen Escritos de barrio. Historias de canallas.

En una media tarde perezosa, le pregunté a uno de los culpables sobre el proceso detrás de las once historias, le escudriñé sobre la expresión canallas, le rebusqué su visión de barrio, le indagué a propósito de la ciudad; obtuve algunos rodeos y muchas risas, una risa que parecía simulación, pero era sincera. Debió haber hecho falta más de una cerveza, más tiempo y calma, más charla y menos afirmaciones de prólogo.

Ahora, por el momento, solo he podido fabricar una expresión para algunas de esas once historias. Difícilmente, cada expresión podría figurar una justicia estética, pero es un juicio sincero que proviene de una lectura que conjuga el título del libro y mis preguntas sobre Ibagué como espacio.

En Uzulo, sangre y miedo, no hay barrio, ni ciudad; hay aldea, hay clan, hay un canalla fundacional, un triste mal absoluto en la voz de uno que se dice de mala sangre; al final, creo que perturba, no el relato en sí, sino la idea de que somos herederos de Uzulo, de su imposibilidad de retorno a la aldea, de su dudosa valentía, de su alegría sociópata. Perturba, en una bochornosa lectura, que la tumba de su soledad tenebrosa fue abonada con la sangre regada por los colonizadores.

En otras tres historias, no hay barrio, no hay ciudad, no hay espacio; hay personajes y hay situaciones, que buscan ser despreciables con desesperación, pero no, y no hay espacio. En Mi hermana un niño se alegra, en una lamentable prosa, de que su hermana esté en coma; en La Estella de la muerte y en Reunión Familiar hay dramas y perfiles tan caricaturizados que parecen una triste parodia de noticias amarillistas.   

En Sicarios en la plaza hay ciudad, hay trama urbana, hay un pensamiento mágico-religioso que tiene injerencia en las balas gratuitas y en los odios infundados; es la plaza de una ciudad sin salvación, heredera de aquel Uzulo. Claro, es lugar común y prosa común, tropezada, aunque enérgica; sin embargo, como en Uzulo, no es el relato lo perturbador, sino pensar que ese sentir es inherente a la ciudad y todo trazo solo puede propagar el terror.

En Sara hay vecindad y en Malos hábitos hay barriada, en los dos hay un gótico suburbano, romántico y perturbado, que plantea la serena necesidad de la muerte. No hace falta explicar el latido juvenil y la tierna emulación (de los emuladores de Poe) presentes en estos relatos.

El laborioso es un interesante relato, sobrio y charlado. Guillermo y Raúl, dos convictos, intentan comprender la figura de Arnulfo, el laborioso, el mediocre, el engatusador. Al final, el lector es el tercero en la conversación y sin darse cuenta, vislumbra lo oscuro que es Arnulfo, imposible de resolver, una inercia laboriosa, desesperante de vacío. Si bien no hay mucha ciudad, ni el espacio es el protagonista, sí hay un Arnulfo, escrito con buen pulso, como los que alguna vez uno se encontró en los andares de Ibagué. 

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