Once historias se desenvuelven entre el
trazo del dibujo y el decir de la palabra. Varios culpables y varios cómplices
se reconocen como artífices de los trazos y de los decires. Una portada de
fondo sepia y azulosos frentes anuncia el producto del taller editorial donde
se dieron cita los culpables y los cómplices. El logo del Ministerio de Cultura
Nacional es un broche en la contraportada, significa una beca de edición ganada
por Artemio, el taller editorial del que surgen Escritos de barrio. Historias de canallas.
En una media tarde perezosa, le pregunté
a uno de los culpables sobre el proceso detrás de las once historias, le
escudriñé sobre la expresión canallas,
le rebusqué su visión de barrio, le indagué a propósito de la ciudad; obtuve
algunos rodeos y muchas risas, una risa que parecía simulación, pero era
sincera. Debió haber hecho falta más de una cerveza, más tiempo y calma, más
charla y menos afirmaciones de prólogo.
Ahora, por el momento, solo he podido
fabricar una expresión para algunas de esas once historias. Difícilmente, cada expresión
podría figurar una justicia estética, pero es un juicio sincero que proviene de
una lectura que conjuga el título del libro y mis preguntas sobre Ibagué como
espacio.
En Uzulo,
sangre y miedo, no hay barrio, ni ciudad; hay aldea, hay clan, hay un
canalla fundacional, un triste mal absoluto en la voz de uno que se dice de
mala sangre; al final, creo que perturba, no el relato en sí, sino la idea de
que somos herederos de Uzulo, de su imposibilidad de retorno a la aldea, de su
dudosa valentía, de su alegría sociópata. Perturba, en una bochornosa lectura,
que la tumba de su soledad tenebrosa fue abonada con la sangre regada por los
colonizadores.
En otras tres historias, no hay barrio,
no hay ciudad, no hay espacio; hay personajes y hay situaciones, que buscan ser
despreciables con desesperación, pero no, y no hay espacio. En Mi hermana un niño se alegra, en una lamentable
prosa, de que su hermana esté en coma; en La
Estella de la muerte y en Reunión
Familiar hay dramas y perfiles tan caricaturizados que parecen una triste
parodia de noticias amarillistas.
En Sicarios
en la plaza hay ciudad, hay trama urbana, hay un pensamiento
mágico-religioso que tiene injerencia en las balas gratuitas y en los odios
infundados; es la plaza de una ciudad sin salvación, heredera de aquel Uzulo.
Claro, es lugar común y prosa común, tropezada, aunque enérgica; sin embargo,
como en Uzulo, no es el relato lo perturbador, sino pensar que ese sentir es
inherente a la ciudad y todo trazo solo puede propagar el terror.
En Sara
hay vecindad y en Malos hábitos hay
barriada, en los dos hay un gótico suburbano, romántico y perturbado, que
plantea la serena necesidad de la muerte. No hace falta explicar el latido
juvenil y la tierna emulación (de los emuladores de Poe) presentes en estos
relatos.
El
laborioso es un interesante relato, sobrio y charlado.
Guillermo y Raúl, dos convictos, intentan comprender la figura de Arnulfo, el
laborioso, el mediocre, el engatusador. Al final, el lector es el tercero en la
conversación y sin darse cuenta, vislumbra lo oscuro que es Arnulfo, imposible
de resolver, una inercia laboriosa, desesperante de vacío. Si bien no hay mucha
ciudad, ni el espacio es el protagonista, sí hay un Arnulfo, escrito con buen
pulso, como los que alguna vez uno se encontró en los andares de Ibagué.
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