jueves, 19 de junio de 2014

La otra Karen



Casi un año después conocí a Karen, y ella con su mirada felina, sus dientes diminutos, su olor a canela y ceniza, sus rizos negros y su impuntualidad, trajo a mi memoria el recuerdo de la otra Karen.

No recuerdo ni su rostro, ni su nombre, pero estaba usando unas sandalias de un ocre impreciso, mientras una señora de cabello corto, voz gangosa y una blusa que parecía poncho nos advertía sobre las facultades del Espíritu Santo. Tampoco sé bien cómo terminé en ese grupo de oración; recuerdo que tenía la pretensión de volver a los lugares que cuando era niño me parecían sagrados y pesados, en olores, en columnas abrazables y frías, en caras pálidas y en expresiones horripilantemente hirientes o tristes. Probablemente fue mi abuela materna la que me habló del sitio y del grupo de oración para jóvenes que se estaba formando. Fui un par de veces, pero no hallé sensación mística en ese grosero patio cubierto por tejas translúcidas, demasiado grande tanto para la mísera selección de citas bíblicas como para la colección de miradas distraídas.

La única vez que la vi a la otra Karen usaba falda corta y se movía como a brincos; atropellaba las sílabas iniciales de las palabras y rezaba con un fervor enrojecido. Su figura era como de palitos de paleta medio recubiertos con masilla para modelar. Su cuerpo de palitos de paleta era el único espacio religioso en ese piso de cemento a medio pulir.

La única vez que la acompañé a su casa me acusó de silencioso y aburrido, pero no paró de hablar. Igual yo solo quería estar cerca de su cuerpo y de sus movimientos, como quien deambula por una iglesia buscando consuelo. Caminamos desde la Guabinal por toda la 22, dejamos atrás portones y sitios de refacciones de autos, una estación de gasolina, casas viejas con fachadas granulosas y grises, muchos camiones pequeños parqueados, por aquello de que más arriba está la plaza de la 21; y al pasar la carrera cuarta, a media cuadra, la calle 22 cae a un hueco. Allí vivía ella.


Ver Ibagué en un mapa ampliado

La única vez que me despedí de ella tuve que correr de una parvada de chicos.

La versión que se me antoja parte de la premisa de que el camino entre la Guabinal y la Cuarta por la 22 es análogo a la distancia temporal entre las dos Karen. Cuando me estoy acercando a la Cuarta, me estoy alejando del espacio religioso que supone la otra Karen. Y es inevitable que camine, la otra Karen solo aceptó mi ofrecimiento de compañía hacia su casa, no le interesaban las paradas, ni los retrocesos… mucho menos conmigo. Perseguí desesperado el cuerpo de la otra Karen y lo perdí con cada paso, al lado de ella, a lo largo de la 22; al final, la calle cae a un hueco y Karen, un año después, me deja plantado en otro hueco, en otra ciudad y perseguido por otra parvada.


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