No recuerdo ni su rostro, ni su
nombre, pero estaba usando unas sandalias de un ocre impreciso, mientras una señora
de cabello corto, voz gangosa y una blusa que parecía poncho nos advertía sobre
las facultades del Espíritu Santo. Tampoco sé bien cómo terminé en ese grupo de
oración; recuerdo que tenía la pretensión de volver a los lugares que cuando
era niño me parecían sagrados y pesados, en olores, en columnas abrazables y
frías, en caras pálidas y en expresiones horripilantemente hirientes o tristes.
Probablemente fue mi abuela materna la que me habló del sitio y del grupo de
oración para jóvenes que se estaba formando. Fui un par de veces, pero no hallé
sensación mística en ese grosero patio cubierto por tejas translúcidas,
demasiado grande tanto para la mísera selección de citas bíblicas como para la
colección de miradas distraídas.
La única vez que la vi a la otra
Karen usaba falda corta y se movía como a brincos; atropellaba las sílabas
iniciales de las palabras y rezaba con un fervor enrojecido. Su figura era como
de palitos de paleta medio recubiertos con masilla para modelar. Su cuerpo de
palitos de paleta era el único espacio religioso en ese piso de cemento a medio
pulir.
Ver Ibagué en un mapa ampliado
La única vez que me despedí de ella tuve que correr de una parvada de chicos.
La versión que se me antoja parte
de la premisa de que el camino entre la Guabinal y la Cuarta por la 22 es
análogo a la distancia temporal entre las dos Karen. Cuando me estoy acercando
a la Cuarta, me estoy alejando del espacio religioso que supone la otra Karen.
Y es inevitable que camine, la otra Karen solo aceptó mi ofrecimiento de
compañía hacia su casa, no le interesaban las paradas, ni los retrocesos… mucho
menos conmigo. Perseguí desesperado el cuerpo de la otra Karen y lo perdí con
cada paso, al lado de ella, a lo largo de la 22; al final, la calle cae a un
hueco y Karen, un año después, me deja plantado en otro hueco, en otra ciudad y
perseguido por otra parvada.
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