viernes, 20 de junio de 2014

La intimidad de la casa (III)

La casa de América



Rosaleda Rosa
La mirada abarca parte de la ruta fúnebre al cementerio por la carrera primera. La mirada se detiene en una esquina, en una casa cuyo antejardín está lleno de rosas rosadas. La mirada se acerca a los pétalos suaves y húmedos, al giro manierista de las espinas que siguen el camino de los delgados tallos. La mirada recorre los marcos de granito que delimitan la tierra de los rosales, luego entra por la puerta a una casa de una planta. La mirada salta unas vitrinas llenas de misceláneas y chucherías, evita el comedor tomando un pasillo que la lleva a tres habitaciones en galería; por una de ellas se sale a otra habitación y al patio, donde un loro verde come mojicón con leche. La mirada se da la vuelta y se da cuenta de que ha sido seguida por un niño de pasos silenciosos, que observa distraídamente al loro y a un naranjo raquítico que está allí en el patio. La mirada se aparta cuando una señora aparece y le dice al niño que es de mala educación no saludar, con dulzura le reprende por la costumbre de meterse por las habitaciones para salir al patio y no pasar por el comedor, la cocina y la sala para saludar a todos. La mirada observa los ojos del niño, confusos sobre la entrada a esa casa, pues si hay dos caminos, el del comedor y el del pasillo de habitaciones, por qué debe ir por el que está más lleno de gente, besos y preguntas reiterativas.

La intimidad de la casa (IV)

La casa de Piedrapintada


La mirada abarca una cuadra escrupulosa que sale a la Carrera Quinta. La mirada sigue una secuencia de casas de una planta, cuyas fachadas dibujan una austeridad llena de pequeños detalles, una distinción de puntuales elegancias. La mirada detalla un farolito allí, ciertas ventanas salientes allá con sombreritos tejados, una fuentecilla en el antejardín. La mirada se mete por debajo de la puerta de una de esas casas, allí encuentra una sala con sillones pesados y, sentado en uno de ellos, un señor cuyos cabellos blancos relucen intensamente en el claroscuro del lugar. La mirada se aventura por un pasillo que parece no conocer la luz, sigue la senda oscura y no sabe cómo sale a un cuarto, donde un niño saluda a una figura fantasmal y arrugada que sonríe. La mirada se refugia en la boca abierta del niño, quien piensa que la cama de esa habitación es tan alta que los que duermen allí deben vivir con miedo a caerse mientras duermen.

Un primerazo para el recién-ven-ido

Carrera punteada en 14 paradas
Ver Ibagué en un mapa ampliado

  1. Llegas al terminal de transporte. Sientes que ese aire de ciudad te es familiar, impreciso. Sales del edificio, ves la hilera de taxis y de palmeras, la avenida en frente y unos cámbulos al fondo. Caminas un poco, intentando ubicarte, recordando las indicaciones que te habían dado. La ciudad no es tan caliente como te dijeron, en realidad está bastante fresca. Sientes un suave sol de tarde acompañado de unas brisas irregulares. Allí está la camioneta negra, el tipo que la conduce te hace una seña brusca, como una mueca casi atroz.
  2. –Sabe, no le tocó una tarde caliente y parece que esta noche llueve… Mire, ahí queda la policía metropolitana, antes estaba el cementerio, pero lo bajaron, allá para donde vamos… Aquí vamos por la Ferrocarril, pero en la próxima damos la vuelta y cogemos la primera…
  3. Mientras el tipo habla, tú sientes una extraña familiaridad en ciertas fachadas de pueblo con avisos de ciudad, en los colores livianos junto a tonos brillantes, en la pintura descascarada, en los ladrillos exteriores llenos de intemperie, en las franjas delineando puertas y ventanas, en los enrejados rectos, o de flor o de rombo, en ciertas puertas abiertas, en ciertas caras entre dormidas y expectantes.
  4. El tipo habla y tú evitas mirarlo, pues de cuando en cuando se dibuja aquella mueca casi de atroz, ese gesto que te hizo hace un rato, un gesto como si los párpados inferiores se le cayeran y se le unieran a unas comisuras labiales desgarradas y tensionadas, en un par de arcos únicos y brutales. –Esas bajadas que aparecen a la derecha dan a los barrios del sur, al río Combeima… Y por aquí, por la carrera primera, exactamente por esta ruta que estamos haciendo, bajan los entierros… …Por ahí se sale a la variante… …Este es el barrio América… …Y hasta aquí llegamos, este es el cementerio San Bonifacio.
  5. Al bajarte de la camioneta negra, ves el largo muro blanco del cementerio, separado por columnas de un verde blanquecino y coronado por hileras de balaustres. La camioneta arranca y quedas enfrente de un letrero verde que dice “ENTRADA”. Das un par de pasos y susurras, le susurras algo al letrero de entrada. Das pasos eternos sobre pensamientos dudosos.  Miras un aviso amarillo que dice “CEMENTERIO SAN BONIFACIO / SERVICIO DIARIO / 8 AM A 12 PM / 2 PM A 6 PM”. Piensas que ya está tarde, que no hay tiempo para hacer nada.
  6. Disimuladamente, como si algo te acechara, te alejas del cementerio y remontas la primera a pie. Recorres en dirección inversa la ruta de fachadas, colores, formas, familiaridades. La sombra de la camioneta negra, negrísima, se instala en tus pasos tras el sol de los venados. Un asomo de paranoia, poco menos que eso, piensas.
  7. Llegas a una estación de servicio. Te detienes allí un momento para ubicarte. Alguien grita tu nombre. El grito suena de verdad, para ti suena de verdad, suena un poco más alto que la sombra de la camioneta. La voz, de verdad, proviene de una cara redonda con bigote que sale de un taxi. Reconoces la voz y la cara.–Pues sí que el mundo es chiquito. Venirnos a encontrar por estos lares, después de’ste jurgo de tiempo… apenas si lo reconocí. ¿Y qué hace por este pueblo? …no, no… esto merece unas polas y unos güaros, súbase a mi cacharro.
  8. Te subes al taxi y lo único que preguntas es la ubicación del terminal de transporte. Tu viejo amigo, tu olvidado amigo, tu bigotón y carirredondo amigo, indica que estaban al respaldo del terminal. Le dices que solo estás de paso y que necesitas estar cerca del terminal. Tu amigo se ríe. Tú insistes. Tu amigo se ríe. Tú insistes. -Pa’ lo chiquito que es este pueblo… yo lo llevó a la hora que quiera, pero ahorita mismo cogemos pa’l centro.
  9. La primera, la primera, ese taxi te sube por toda la primera. Piensas que nunca saldrás de esa carrera, una ruta enclavada en el origen de la ciudad, la ciudad es una sola carrera, una sola carrera que se estira desde un cementerio hasta esas ¿bodegas? ¿camiones parqueados? ¿ferreterías? ¿materiales para construcción? ¿cacharrerías? ¿distribuidoras? ¿ventas al por mayor y al detal? ¿comercializadora? Solo una casa te recuerda a la otra primera, la que hace un rato bajaste y subiste, la familiar, la de fachadas bajas.
  10. – ¡Ah, qué cagada! Si ve, mano, me tocó dejarlo por aquí. Cosas que para qué le cuento. Pero lo dejo en buen sitio. Mire, entre por esa puerta, al fondo hay una escalera. Suba y pregunté por Luis; diga que va de parte mía. Si puedo, ahí le caigo más tarde.                                                     Curioso, el color verde ácido, muy limón radioactivo, piensas, y el blanco en las cornisas, en las ventanas. El edificio tiene tres pisos, un largo esquinero de pequeñas ventanas seriales en los pisos superiores; en el primero, locales comerciales, sillas de plástico, comida y bebida. Entras. Preguntas por Luis. Claroscuro y olor de discoteca. Bebes ron. Luis habla y ríe. Luis dice cuak, cuak, y suelta una carcajada. Bebes aguardiente. Luis dice que la noche no ha empezado. Claroscuro, pista de baile, barra de baile. Bebes ron. Te das cuenta de que ya hay gente, los hombres beben, babean los ojos, las mujeres tienen poca ropa y llenan el claroscuro con brillos, bailes y aroma a aceites perfumados.  Luis aparece a ratos y hace señas y hace guiños. Te das cuenta de que tienes hambre, te das cuenta de no sabes por qué entraste, por qué preguntaste por Luis. Bebes acompañado. Bebes cerveza. Hablas de grandes cosas. Bebes, orinas y hablas de grandes cosas. Anuncian shows y promociones. Luis trae otra botella y hablas grandes cosas sobre las botellas. Anuncian que la discoteca va a cerrar. Anuncian que el amanecedero va a abrir.
  11. Bajas por una escalera metálica, cuadrada, y sientes que todo se mueve, como si la escalera apenas estuviera puestecita, enganchada a esas cuatro angostas y alargadas paredes, húmedas y grises, como el interior de una torre llovida, hecha con ladrillos de cemento. Sales a una especie de salón, que más parece una cueva, y sientes que el techo está muy bajo; el olor a humedad y a aceites perfumados. Ahí viene el mareo y lo pasas junto a las escaleras metálicas. Un par de voces suaves y amistosas hablan de hijos y de papilla de plátano. El mareo te hace callar, ya no hablas de grandes cosas, ahora escuchas historias sobre el crecimiento y la papilla de plátano. Las voces amistosas se burlan de ti con amabilidad. Los ojos de las voces parecen cansados entre la mala luz y tu mareo. Te unes a la conversación y escuchas pequeñas cosas, sobre trasteos de emociones, sobre la dureza de los segundos, sobre la cocción de plátano para hacer papilla, sobre los malos modales en la mesa y en la cama, sobre la oportunidad, la fatiga y el aburrimiento. Después de un rato las voces, los ojos, el perfume, la conversación, todo sube por las escaleras, taconeando el resonante metal a través de la torre húmeda. Vas a una mesa y te quedas dormido.
  12. – Lo dejamos allí en urgencias y ya. Téngalo duro o nos caemos los tres–. Quién te habla, te preguntas, dónde estás, te inquietas, cuáles tres, te confundes. Es una calle desierta y tienes frío. Estás cargando a un bulto que respira, pero no lo cargas solo; la voz que te habló también hace fuerza. Pasa un taxi. El viento que baja por la calle levanta un vago olor como a granja, como a finca, como a comida para pollos. Con la mirada, poco a poco, empiezas a husmear locales cerrados a ambos lados de la calle, productos agrícolas, ferretería, supermercado. Un poco más al fondo hay un edificio largo, blanco, iluminado, que desentona con estas fachadas, casi todas bajas y desgastadas.
  13. – Bueno, llegamos… ahí lo dejamos, que lo atiendan… nosotros que de buenos samaritanos lo cargamos hasta aquí–. Unas preguntas. No reconoces a quien yace en la camilla. Pasa un rato. Alguien llega y nos agradece. Sales. El otro, la voz con la que venías cargando  a aquel desconocido, sale contigo  y camina cerca de ti. El edificio no tienen nombre. Sin embargo, antes viste un letrero que decía “CLÍNICA TOLIMA. URGENCIAS”. El letrero estaba como aviso de un parqueadero que estaba junto a la clínica.  Tienes frío, es un helaje que baja por la calle, pasa piel, músculo y te hace tiritar los huesos. Ves algunos carros en el parqueadero. Te dispones a irte de allí, cuando el otro empieza a hablar: – Sabe, esta clínica antes fue el Hospital San Rafael, pero hubo muchos problemas, una crisis que no aguantó el buen San Rafael. Por allá a finales de los 70, una sociedad de médicos rebautizó al buen San Rafael como la Clínica Tolima. Sabe, San Rafael es popular, medicina de Dios, salud, el que sana, pero la muerte también sana, sabe. Quizá por eso antes de la Clínica Tolima, antes del Hospital San Rafael, aquí había un cementerio. Ve qué curioso, ¿será buen o mal augurio sanar en tierra de muertos? El caso es que el cementerio lo pasaron para la Ferrocarril, ahí casi en frente del Terminal, donde ahora queda la Policia Metropolitana. Ve qué curioso, esos verdes que caminan la ciudad como jueces de conducta tienen como casa el suelo de una sentencia definitiva. Y bueno, el cementerio terminó abajo del barrio América, el cementerio San Bonifacio. Si usted sigue por toda esta ruta, que es la carrera primera, hacia allá, se encontrará inevitablemente de cara con las tapias blancas del San Bonifacio y, en el camino, con los heraldos negros que nos manda la Muerte / Y el hombre... Pobre... pobre! […] vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.
  14. Volteas a mirar y realmente lo miras por primera vez, la expresión tranquila de la mueca casi atroz, y corres, corres por la primera abajo, en busca del terminal del transporte, un bus te sacará de la ciudad, piensas, de la ciudad que es una sola carrera, de la ruta que hacen los cementerios, entre hospitales, vigilancias, licores, fachadas desgastadas, miradas expectantes, rutas rutinarias, soles de tarde y noches negrísimas. Corres, corres. Un primerazo para el recién-ven-ido.           

Y un imaginario musical IV (Subdominante)… En busca del bautista


falling through the light
© Sarah Klockars-Clauser / Attribution-ShareAlike
La instrucción decía “Parroquia san Juan Bautista. El Jordán II etapa”. Esas primeras etapas del Jordán, una galería de pequeños recuerdos, ¿recuerdas? El barrio siempre te producía sensaciones confusas, como antagónicas, pero coherentes en sus propias conexiones, ¿recuerdas? Todo te parecía familiar, cercano, las puertas de las casas entreabiertas, las caras en las ventanas expectantes del saludo de algún compadre, las tiendas con olor a arroz acalorado, los niños en los antejardines, las rejas multiformes, el aire de pueblo cerrado. Al mismo tiempo, una cierta sensación de extranjería te invadía, como si el barrio dijera: tú no eres de este pueblo y este pueblo no se hace responsable de los extranjeros, ¿recuerdas?  Una vez, diste muchas vueltas buscando la casa del tal Camilo, ibas solo y hacía rato que habías cruzado el límite espacial que permitían tus papás, no encontrabas la dirección y sonaba un vallenato, dabas la vuelta en una esquina y una señora aullaba de lo lindo una canción de Darío Gómez, bordeabas un parque y de alguna casa salía una balada romántica en la sintonía de Tolima FM Estéreo, pensaste en devolverte y salir de ese laberinto de fachadas variopintas que, en el fondo, eran todas igualitas. 
Pero, al fin encontraste la casa del tal Camilo y viste con asombro las portadas del Fourth Dimension de Stratovarius y del Legendary Tales de Rhapsody, nunca habías escuchado algo similar y te pareció increíble la energía que emanaba de esa música, incluso estabas tan absorto en las poderosas velocidades de esos sonidos que no te importó el hecho de ser un extranjero, un chiquilín en medio de esos mechudos que te preguntaban “¿Y usted es muy amigo de Camilito?”, ¿recuerdas? Sí, yo sé que lo recuerdas mientras buscas al bautista, en esta noche tibia, como en aquella otra noche tibia en cuyo calor también buscabas al bautista… bueno, no tú, tus papás, un jueves santo, en esos tiempos en que visitaban los siete monumentos; ahora caminas y recuerdas a tu papá diciendo “era pasando dos parques, pero de noche como que me desubico”, de una u otra manera encontraron al bautista y en sus aposentos había un cuchicheo sagrado, ¿recuerdas? Creo que ya no me estás escuchando, acabas de entrar en la iglesia y la melodía que recién se alza se hace aire, el aire para la cuerda de sol infla tus pulmones, oxigena y acelera tu corazón, te petrifica y te desmorona con la suavidad de los compases que reman hacia abajo, y yo que puedo verte, veo cómo sientes esos compases, cómo inhalas el sonido de las cuerdas con el olor de la iglesia, cómo conectas el olor de la iglesia con el color de la sangre, cómo recuerdas el color de la sangre con la primera vez que escuchaste el aire para la cuerda de sol; entonces, la melodía salía del fondo de una escena, como ahora sale del fondo de la iglesia, en esa escena un enorme robot escarlata hacía llover la sangre de unos monstruos blancos de labios rojos, ahora tienes en la retina la imagen de los monstruos desmembrados y de un cierto disparo en un estanque naranja profundo, ahora recuerdas los jueves santos y el miedo que te daba la sensación de que alguien supiera el sufrimiento que le aguardaba. El aire se apaga con un movimiento de la batuta, hay aplausos y un señor afirma: “Esto es lo que llaman música sacra o sea para la semana santa”.  

Y un imaginario musical III (Mediante)… La colina de las notas sacras



Una tarde, un camino, la carrera sexta que se empina poco a poco, un camino que se empina hacia el occidente, una tarde, un camino que va hacia el sol que se oculta naranja; por toda la sexta, una tarde, se cruza la sesenta, El Limonar, el costado del antiguo hospital del Seguro Social, acabado ahora, remplazado ahora, referencia a un pérdida de ciudad y recuerdo vivo de una corrupción embuchada; por toda la sexta, se delinea una paulatina subida hacia el antiguo, pudiente y almizcloso barrio de Piedrapintada, construido sobre una pequeña y aparente meseta; a un lado de la sexta, por el camino que conduce a ese barrio, una colina supone un límite, alto pasto, densos matorrales, corona de agua, mala metáfora para un tanque del acueducto municipal. 
Pero hay que ir a escuchar las notas y no se quiere dar el rodeo a la colina, entonces se corta camino por las escaleras, unas escaleras con historia tenebrosa, producto de que haya matorral a un lado y caída de varios metros al otro. Finalizadas las escaleras, Nuestra Señora de Chiquinquirá, pequeña y acogedora, la iglesia de Piedrapintada; se entra, se toma asiento, bancas llenas, sacerdote que bendice con familiaridad, funcionario que pone junto al púlpito un póster de la alcaldía, gobierno e iglesia en la semana mayor, bienvenidos al festival de música sacra, entran las cuerdas y el concertino afina, entran las voces y el de la batuta, un austero grupo, unas austeras notas, la Filarmónica de Ibagué presenta el plato fuerte, Die Sieben Worte Jesu Christi am Kreuz, “Las siete palabras de Jesucristo en la cruz”, antecesor del oratorio barroco, textos de la biblia luterana, 1645, Heinrich Schütz; un austero grupo, un grupo con potencial, aunque en ciertas notas pareciera haber desdén hacia la batuta, un grupo en formación, suenan las voces en alemán luterano, aunque una que otra se ahoga, u olvida al personaje; y el público, entre feligreses de la iglesia y amigos de los músicos, atentos, atentos, algunos aplauden en medio de la obra y la batuta se agita molesta, un niño se para al lado de los ejecutantes y festivamente imita en todo grosero; la obra termina y gusta, gusta, eso dicen varios, sublime, mística, un acercamiento a Dios, una señora se siente en mea culpa por no gustar de esa música, pero resuelve que remplazó misa. Se espera al director y se le pregunta sobre esa elección ¿la búsqueda de un espíritu de fraternidad?, himnos luteranos en una iglesia católica, pero el director frunce el ceño y afirma tajantemente que lo que se tocó fue católico, aduce unos detalles biográficos sobre el compositor de la pieza, hace un elegante ademán de corte y da media vuelta. Hay que bajar de la colina de las notas sacras y pensar que al público le gustó; no saber resulta una bendición estética en esos corazones. 
    

Y un imaginario musical II (Supertónica)… El parque de la música


Piso de ladrillo y cemento, en caminos sinuosos con farolas, atrás el conservatorio, bancas de cemento, al lado un paseo de palmeras,  al frente un estanque con agua negra, de perfil la escuela de música, la vista de una fachada pastel, notas sobre pentagramas, grafitis sobre pastel, besos bajo las palmas, el anuncio del salón Alberto Castilla, la fecha de construcción, los tonos de la reconstrucción, la infaltable emulación griega, de golpe, golpe de tablas y cambio de vista, el deslizar de skaters sobre el escenario, sobre otra música, una no sacra que rima sobre el beat, como las tablas sobre el ladrillo, y al fondo, fondo, otro escenario, las montañas del sur, la Martinica, más acá el camino y el barranco hacia el Combeima, más acá, más acá, islas verdes, árboles y policías, algunos con raíces al suelo, otros de paseo vigilante, pero sus ojos de castigo no están sobre los skaters, solamente, las tablas han trazado una legitimidad en ese espacio, aquellos verdes son custodios de musicalidades metálicas, esculturas que mientras hacen música a golpe de símbolo pueden desaparecer con la misma suerte de una tapa de alcantarilla, el problema de lo público, hace un calor fresco, atardece; el parque de la música suena a un símbolo que con notas familiares puntea una legitimidad destemplada y fugaz.

Y un imaginario musical I (Tónica)… Soliloquio con el maestro Castilla


Alberto Castilla Buenaventura
Me tendría que dirigir a usted, tarde o temprano, al fantasma que es usted, representado e imaginado: el músico temprano, el rolo de nacimiento, el liberal combatiente de la Guerra de los Mil Días, el ingeniero civil, el humanista póstumo, el bunde tolimense, la música perdida de obras solo de nombre, la casona del centro vuelta escuela de música, el busto de metal en un patio, la pintura de ojos serenos, el salón de pompa acústica, el adjetivo “musical” para una ciudad. Me tendría que dirigir a usted, su recuerdo es parte del imaginario local. ¿Sabía que en su nombre unos estudiantes cantaron con emoción y dureza en un escenario de poesía, mientras acusaban al gobierno departamental de explotar un imaginario sin darle recursos para subsistir? ¿Sabía que un gobernador señaló con obviedad rimbombante la deuda de la administración gubernamental con la idea que usted inauguró más de un siglo atrás, como si dijera hay que alimentar anuestro famélico fantasma? ¿Sabía que la música de sus recintos tiene que cantar contenta y callada, porque si se eleva su voz molesta dejan de llover las migajas? Quizá no tenga que decirle todo esto y solo esté hablando para mí, pues usted está hecho de todas estas minucias. Así que es fácil encontrar las huellas de su espectro en ciertas muescas de la ciudad, muesca es uno de los nombres para documento, sobre todo cuando hay tan poco documentado en tinta y tanto imaginado en las muescas.    

Los Límites del Barrio


Sur: Arkas y Germán E. Arbeláez y Cía.
ἀρχή, esa palabra griega, ya presente en la artificiosa lengua de Homero, con la que se designaba “origen”, “comienzo”. Es posible que le pareciera una buena palabra al señor Arbeláez, un comienzo, un buen comienzo. Fue en los ochenta, la carrera quinta en su recorrido hacia el oriente tomaba el nombre de Avenida el Jordán. A la altura de los años ochenta y de la calle 64 con carrera Quinta, estaban las primeras etapas del Jordán hacia sur, y hacia el norte potreros; algunos de estos terrenos eran de un sujeto llamado Saúl Parra, que todavía figura en las escrituras de esos predios. Entonces, el señor Arbeláez ve allí un buen comienzo, una zona residencial de clase media, una zona que se diferenciara del medio-bajo del Jordán (que ya tenía más de tres etapas para los ochenta), pero que no aspirara a los estratos encumbrados de Piedrapintada, la cual estaba más al occidente. Aparece la sociedad Germán E. Arbeláez y Cía. junto con la constructora Arkas. Por supuesto, es poco probable que la palabra griega haya sido el origen del nombre de la constructora, pero es simpático pensarlo.

Centro: Mamá en el borde del mundo
Solo se habían pasado algunas familias –me cuenta mamá–, fuimos de los primeros, los que inauguramos el barrio; eran unas cuantas manzanas, aquí Los Parrales, pero todo era parte de un proyecto de un señor de apellido Arbeláez… Germán Arbeláez; las Arkas, creo que se llamaba la constructora; ellos también construyeron Arkalucía, Arkamónica y Macadamia, todo residencial, todo pegadito, lo único que estaba cerca eran las etapas del Jordán, arriba la novena etapa y abajo de la Quinta, la primera y la segunda etapa, además, ahí sobre la Quinta en frente de esas etapas del Jordán, montaron Arkacentro, que era, pues, la gran cosa, todo un paseo comercial sobre la Quinta, y allá el señor Arbeláez tenía las oficinas de la constructora; todo eso fue con el paso del tiempo, pero cuando nos pasamos recién, en el 86, y usted nació en el 88, estábamos rodeados de potreros, y solo, solo, esto por acá; cómo será que yo sentía… como si estuviera aislada de la ciudad, como si esto no fuera Ibagué, no teníamos ni teléfono; y entonces lo iba a ver a la cuna, a mi bebé, y le cantaba, le cantaba Los Guaduales, Pescador, lucero y río; a veces no me aguantaba la soledad y cogíamos el Brisas Belén, una busetica que nos llevaba a Interlaken, a donde mi mamá; usted no se imagina, la avenida Guabinal… solo era una calle que era como el límite entre este barrio, Los Parrales, y la novena etapa del Jordán, que recién habían empezado a construir; las calles pavimentadas solo estaban por este sector, de resto eran caminos de tierra y potreros, la carrera quinta era lo único que nos conectaba con el resto de la ciudad, por ahí cogía el Brisas Belén.    

Suroriente: El llano de tierra
A los pasos inseguros del niño los seguía la sombra de la mamá. Atardecía. La cuadra de ladrillo a la vista y puertas blancas permanecía silenciosa. El niño caminaba y miraba, caminaba y miraba, frente a la puerta de su casa, sobre un camino de losas de cemento. Es difícil saber lo que piensa el niño, pero es claro que sus pasos solo llegaban hasta cierto punto y se devolvían. Parecía que el corazón le daba un vuelco, cuando notaba que la inclinación del camino aumentaba mientras sus zapatos lo llevaban hacia delante. A veces, de repente, paraba su andar en el límite justo donde el corazón le brincaba y sus ojos boquiabiertos quedaban anclados en un punto más allá de lo que permitía sus nervios y su mamá. Era cruzando la calle, y luego otra calle, un lote diagonal a su casa; era una extensión ocre, entre tierra y roca, resplandeciente de atardecer. Es difícil saber lo que pensaba el niño, pero allí estaba, absorto, de nuevo, como otras tardes, con la mirada pegada al llano de tierra. –¿Qué miras, amor?– le pregunta la mamá; después de un momento, él se vuelve y sonríe. Lo que pensaba el niño quizá nunca existió, pero años después, cuando del lote vacío surge un conjunto de edificios, el niño recuerda y nombra aquella sensación al mirar aquel llano que atardecía: era vértigo, era como si ese llano nunca acabara, y mis pasos no podían avanzar más, y mis ojos no podían abarcar más, pero terminaba sonriente y mareado.


Occidente: Historia de una caseta
Es diciembre y dos niños se esconden detrás de una caseta metálica. Los niños de la cuadra juegan al escondite después de rezar la novena. En esa misma intemperie nocturna, los adultos hablan animosos de la mañana calurosa en la que pintaron diferentes motivos navideños sobre la calle de la cuadra. Los niños siguen escondidos, pero escuchan los pasos de alguien que se acerca; se miran entre sí, saben que si corren los van a descubrir, así que deciden entrar a la caseta, aun a riesgo de ser descubiertos y regañados por el celador del barrio. Allí acurrucados nadie los descubre; oyen voces, pero no se atreven a levantarse. Escuchan que una señora habla sobre la soledad, los potreros y la seguridad del barrio, otras voces deciden que hay que tener a un celador rondando esas calles, alguien más recomienda un lugar estratégico para poner una caseta. Luego, se oyen risas y comentarios sobre el ayudarse entre vecinos. Suena música, resuenan más conversaciones. Después silencio, silencio y murmuraciones. Entonces, una queja melancólica recuerda unos diciembres en los que cerraban la cuadra y pintaban la calle. Y finalmente, un chillido rabioso rumorea sobre malas miradas y malas acciones. De golpe se abre la puerta, pero desde dentro; los niños ya no caben allí. Cuando se levantan, ven que están en otro lugar, han trasladado la caseta; se ven entre ellos y no se reconocen. Con cautela, se separan.

Rosa de los vientos: Paseando la cicla
Durante una época, una cicla negri-morada-todo-terreno paseaba entre Los Parrales, Arkalucía y Arkamónica. Su transitar era rutinario y monótono, daba vueltas una y otra vez alrededor de las manzanas, luego desaparecía como un fantasma que ha terminado de dar su ronda. La forma del recorrido delineaba los límites del barrio.


La intimidad de la Casa (II)

La casa de Interlaken



La mirada baja por la carrera 8 buscando una puerta café en la conjunción entre la calle 19 y la Avenida Guabinal. La mirada pasa por amplias fachadas rectangulares, en su zigzag por Interlaken, nombre alemán, nombre de comuna suiza, para un barrio de arquitecturas amplias, variadas y extranjeras, símbolo de una clase de finales de los cuarenta, que moldeó sus límites de barrio con cierta distinción en una zona próxima al centro. La mirada se acerca a su destino, deslizándose por la calle 19, alguna vez límite de la ciudad al occidente. La mirada dobla una de la esquinas de la intersección buscada y se detiene en una fachada vinotinto, rectangular y estriada. La mirada se mete por una de las ventanas del primer piso y comienza a perseguir a unos niños que corren en el óvalo que, en su recorrido, traza el comedor, la cocina, el patio, el garaje, la sala, el comedor… vueltas y vueltas. La mirada se interna en el gusto de uno de los niños que piensa que esa la casa más linda y grande de la ciudad, pues tiene muebles en madera con diseños tallados y terminaciones anilladas, asimismo siempre hay pan mariquiteño en la mesa, caramelos en un tarro y una señora de cabello plateado prepara el mejor cuchuco del mundo, además en el segundo piso hay unos cojines con los que se puede armar casitas y una vitrina con libros de muchos cuentos.

PUNT-eos



We'll share a drink and step outside,
An angry voice and one who cried,
'We'll give you everything and more,
The strain's too much, can't take much more.'

New Dawn Fades – Joy Division

Puntos, marcas, trazos sobre una textura digital; punteos es una sección en la que los puntos se agrupan en afinidades espaciales e imaginarias, un brochazo de indicios con formas textuales. Su argamasa en bruto, el sustrato, proviene de un múltiple recorrido de los espacios: hay recorrido vivencial presente, apuntes mentales de un observador atento; hay recorrido de documentos, datos necesarios que aportan material a cierta comprensión de los espacios; hay recorrido de testimonios, palabras de vivencia y apropiación de espacios.

Todo este sustrato en su posibilidad expresiva va configurando lo que De Certeau llama la enunciación peatonal, cuyas tres características son: lo presente, lo discontinuo y lo “fático” (110). Este filósofo francés plantea que el caminante en su apropiación de un orden espacial actualiza el mismo en la medida en que obra una operación de selección en lo andado; esto genera un presente que configura una discontinuidad, pues, en otras palabras, se trata de una edición significativa del espacio (110-111). Así, la enunciación peatonal surge del hecho de que el caminante realmente apropia una parte de las posibilidades del orden espacial, es decir, se da una relación entre el horizonte de apropiación de un caminante y el horizonte de posibilidades de un orden espacial.    

Así vista, la labor del caminante puede llevar su enunciación a la configuración de una retórica del andar (De Certeau, 111). Del proceso emergen figuras y punteos intenta moldear una que otra. La particularidad de esta sección es que, a diferencia de las otras donde cada texto es un punto, aquí cada texto es un grupo de puntos, se piensa como unidad recompuesta de fragmentos que avizoran un todo, y en la presentación cartográfica son marcadores conectados en la búsqueda de una figura. De esta forma, en punteos se puede encontrar…

… el recorrer de una sola cuerda, una sola carrera que determina el sospechoso limbo de un hombre (Un primerazo para el recién-venido. Carrera punteada en 14 paradas).

… una discontinuidad en el acercamiento a espacios que tuvieran un aire imaginado de música para pensar el título de Ibagué, ciudad musical (Y un imaginario musical en cuatro grados).

… la delimitación de un espacio vivencial a través de tiempo y sujetos (Los límites del barrio).

…. la breve construcción de miradas que en un recorrido exterior-interior penetran en apropiaciones íntimas de lugares (La intimidad de la casa).


La intimidad de la Casa (I)

La casa de los Parrales


La mirada abarca una cuadra inacabada de ladrillo a la vista en casas seriales de dos pisos, cuyas caras inclinan faldones cobijados por tejas de cerámica, abren puertas metálicas blancas y cuelgan pequeños balcones. La mirada se acerca y entra por una de las puertas metálicas, recorre una sala-comedor con paredes blancas de textura corrugada, muebles pequeños y vista a una cocina, vecina de un patio de piso rojizo. La mirada sube unas escaleras curvas de trama plástica y se asoma a uno de los cuartos, de piso alfombrado. La mirada se detiene en la cama-cuna de un bebé que duerme. La mirada se interna en el sueño del pequeño niño, cuya fascinación por ese espacio proviene de sentir la alfombra cuando gatea por su cuarto, percibir la diferencia en su piel entre las motas de la alfombra y el piso encerado del resto de la casa.

Un camino hacia el Bautista


Ver Ibagué en un mapa ampliado

La comuna 5 surgió en la década del sesenta con desplazados y dinero extranjero. “Alianza para el progreso” era nombre oficial del dinero extranjero y “La violencia” era el nombre común para ese desplazamiento. El Jordán… así fue bautizado el proyecto urbanístico del que surge aquella comuna[1]. No pudo ser otro nombre, la metonimia mística haría que al menos el sector y sus habitantes vivieran sobre las aguas de ese nombre bautismal. El sector en cuestión era parte de la expansión de la ciudad hacia el oriente[2]. Uno de los puntos de crecimiento y conexión partió de la confluencia en frente del Sena, la cual conforma un nudo hecho por la llegada simultánea de la carrera quinta, la avenida ferrocarril y la carrera cuarta[3]. De este nudo, se desprenden dos caminos principales: la vía a Mirolindo que lleva a la Ruta 40 y a la salida sur oriental de Ibagué; y por otra parte, es el camino hacia el bautista, la avenida El Jordán, continuación de la Carrera Quinta, vía que termina por conectar aquella comuna naciente con el resto de la ciudad. Así se va consolidando este sector, y en medio de las aguas de esas primeras etapas del Jordán inauguran la iglesia san Juan Bautista.


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[1] Canclini nos plantea que, además de calles, casas y parques, la ciudad se configura con imágenes (107). De la inauguración del Jordán, hay una interesante fotografía en la que el arzobispo de turno va acompañado de lo que parecen dos diáconos y un presbítero; están de espaldas en un plano entero y caminan hacia un conjunto de pequeñas casas seriales de una planta, que están al fondo de la imagen, después de un alto pastizal (González, 351). Quizá el camino hacia el bautista tuvo su inauguración en ese entonces, antes de que se alargara la carrera quinta bajo el nombre de Avenida El Jordán. La imagen es un eco que se repite en el hecho de que estos hombres portadores de bendiciones son la forma mestiza de la violencia primigenia con que se fundaron los primeros pueblos en el hispanizado Valle de las Lanzas.
[2] “El Plan de Desarrollo Urbano reordena la ciudad en torno a los viales que señalábamos en apartados anteriores, proyectando la ciudad hacia el oriente a partir de la Avenida el Jordán, que aparece como una continuidad de la Avenida quinta, y de la Avenida Mirolindo que se constituye como una continuidad de la carrera cuarta. De igual manera la ciudad va ampliando su trazado urbano a través de la urbanización que se da entre los ejes viales […]” (González, 265). Esta expansión es la que delinea la forma geométrica de la ciudad actual: limitada al norte y al sur, la ciudad se proyecta como un corredor occidente-oriente. Así en su forma geométrica habita la fatalidad primigenia de ser una ciudad intermedia de conexión, el camino del Quindío en el occidente y la ruta hacia la Capital en el oriente. Sin norte y sin sur la ciudad se ensancha a la espalada de su bostezo fundador.
[3] Tal nudo se volvió poco a poco un punto de congestión vehicular, entonces para la década del 2000 se construyó un puente elevado que conectó la Avenida Ferrocarril con la Avenida El Jordán. Por debajo de este puente, la carrera quinta desaparece en una bifurcación, una parte lleva a la Vía a Mirolindo (salida oriente de la ciudad) y la otra parte pasa por debajo de un puente, que antaño fuera el camino del ferrocarril, y transforma en la carrera 2ª; esta ruta un tramo más abajo conecta con la Avenida el Jordán y es paso obligado de la busetas que vienen del occidente por la Quinta y van a tomar La Jordán hacia el oriente.  

Si un observador distraído en la plazoleta Darío Echandía




Al fondo, una palmera de la plaza Murillo Toro se delinea sobre los edificios y el cielo. Más cerca, un viento suave se desliza por el callejón de la biblioteca Darío Echandía. Con el nombre de la biblioteca como espaldar, una chica contiene con fuerza un llanto que se le fuga entre las manos cuando tapa su cara. El fresco de la noche va bajando sobre el asiento caluroso de la tarde. Sobre el escenario de la plazoleta, un presentador despide una intervención musical con nombre de música sacra, a cargo de unos de niños con camisetas blancas. Saliendo de la plazoleta, los niños intérpretes y sonoros, entre risas, una tambora y una guitarra, hablan de sus nervios e ignoran, al igual que aquel presentador, por qué se les presentó como música sacra. Huele a lluvia evaporada. Tomando el escenario de la plazoleta, una señora anticipa el próximo evento de una fundación con nombre latinesco.
Abandonado el escenario y armando corrillo, aquella señora junto a otras hablan sobre la proyección de la fundación, dicen que podrían hacer un baile realmente bueno, mencionan un par de nombres obscenos y se persignan. Cerca de la charla de las señoras, un niño de camiseta amarilla hace rebotar un balón inconsciente, la esfera no comprende su espacio, salta descontrolada, los pies del niño interceden, un silencio seco se escucha cuando el balón rebota en un transeúnte apurado. Tras las entrecortadas palabras del molesto balonazo, aparece un elegante perro peludo que lleva el ritmo del caminado de su dueña. Con paso distraído sobre el viento de la tarde, un perro pardo husmea un par de bancas y bebe agua de un charco iluminado por las recién encendidas farolas del callejón. Siguiendo el paso de la dignidad, el perro pardo comienza a saltar alrededor del perro peludo, mientras este anda con aire de aladas patas. Del costado del escenario de la plazoleta, sale un humo contento que exhala un tipo de jeans y que persigue un sujeto harapiento. A los pies del humero, pisquero y yerbero, cae un rebote del balón de aquel niño de camiseta amarilla, quien al recogerlo es jalado por una señora materna que lo regaña por acercarse a ese humero, ya que está bien dar balonazos a los transeúntes, pero no aproximarse a esos indeseables. Al fondo, apenas se desdibuja una palmera de la plaza Murillo Toro. Un vigilante de la biblioteca que cierra sus puertas a las seis de la tarde, amonesta a unos jóvenes sentados en las gradas más próximas a la entrada de su vigilancia. Un tipo de camisa a cuadros se sienta al lado de la chica que tenía como espaldar el nombre de la biblioteca; se miran. Atrás de una de las bancas está escrito un oscuro graffitti: “Un cuervo estará frente a tus ojos mientras duermes”. La ciudad sigue su atardecer, si un observador distraído…[1]          





[1] "El uso define el fenómeno social mediante el cual un sistema de comunicación se manifiesta en realidad; remite a una norma. Tanto el estilo como el uso apuntan a una "manera de hacer" (de hablar, de caminar, etcétera), pero uno como tratamiento singular de lo simbólico, el otro como elemento de un código, Se cruzan para formar un estilo del uso, una manera de ser y una manera de hacer." (De Certeau, 112)

La Urbanización de un Parque




Antes era más oscuro, el parque y sus habitantes eran una sola noche, una sola mancha negra interrumpida, cada tanto, por un opaco y discontinuo alumbrado público. Antes, se caminaba invisible entre otras respiraciones, calladas, que inhalaban el humo de un porro o de un suspiro. Antes, las horas de oscuridad en el parque de Arkalucía se vivían como la noche. Entonces, en el amanecer del nuevo milenio, de los potreros comienzan a emerger los bloques residenciales Millenium; atrás, en la esquina maldita de la 64 con Jordán, donde nada prosperaba, ancla sus curvas una M con los colores amarillo, verde y rojo, el tricolor ibaguereño, la M corresponde a Multicentro, un centro comercial moderno; y a media cuadra de allí, por la 64, se comienzan a levantar las torres y las rejas del Club Residencial Multicentro. 

Al surgir las construcciones, el parque se volvió escampadero de jovencitos que deambulaban por la nueva zona de moda; la luz de los bloques residenciales reconfiguró la visibilidad nocturna del parque; unas sendas de cemento en-rutaron pasos cotidianos. Ahora, se ha tranquilizado la moda inicial y el río de jovencitos, pero el espacio se ha visibilizado, se ha iluminado, se ha normalizado. El humo de porro nocturno y místico es ahora de todas las horas; ya no hay espectros peligrosos y callados, sino grupos jóvenes y dicharacheros que rotan el día y la noche en la risueña de la yerba. Quizá se trata de la acomodación de la luz, quizá la urbanización sea solo el manejo de la luz.



La frontera de un Centro Comercial


1.      Es la noche de un viernes caluroso y algo húmedo.
2.      Hace unos meses que han inaugurado el nuevo centro comercial[1].
2.1.   Este es un verdadero centro comercial[2].
2.1.1.     Pisos pulidos
2.1.2.     Mediaciones de marcas famosas
2.1.3.     Apariencia de espacio público
2.1.4.     Salas de cine seriales
2.1.5.     Plaza de comidas estandarizada
2.1.6.     Tiendas de cadena
3.      Una masa de jóvenes llena la entrada oriental, las escaleras, los quicios.
3.1.   La masa es en apariencia estática.
3.1.1.     La cantidad de cuerpos se confunden.
3.1.2.     Los cuerpos intercambian lugares en el espacio.
3.2.   La masa apropia espacio privado como si fuera público[3].
3.2.1.     Los jóvenes son consumidores de espacio, no de productos del centro comercial.
3.2.1.1.           Los jóvenes consumen el valor del espacio, como espacio nuevo, como espacio de moda.
3.2.1.2.           Los jóvenes potencian el espacio de moda, para consolidar dinámicas de comunicación y encuentro.
3.2.2.     Los jóvenes muchas veces están en silencio, hacen comentarios silenciosos, están ahí y no se van.
3.2.3.     Otras veces hay charla bulliciosa y hay licor compartido.
3.2.4.     Las personas extrañas a esa dinámica o evitan esa entrada o la surcan como un espacio de desconfianza.
4.      Esos viernes fueron cesando, la masa se fue disolviendo.
4.1.   El problema de la moda espacial.
4.1.1.     Los jóvenes estaban por el contacto, por la novedad de ese espacio comunicante[4].



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[1] “Con una inversión cercana a los 30.000 millones de pesos, la constructora Pedro Gómez y Cía. S.A. empezará el proyecto comercial más ambicioso que haya llegado en los últimos años a la capital de Tolima.” (Viana)
[2] “Desde finales de los setenta, los centros comerciales entran a definir nuevos espacios públicos de la ciudad. Allí se va a comprar y a estar. Los diferentes comercios que se establecen en su interior articulan nuevos puntos de encuentro” (González, 309). Si desde esta década ya se estaban configurando estos espacios urbanos, para Ibagué Multicentro plantea el juego de construir un símbolo cosmopolita con marcas nacionales e internacionales, que evidencia la diferencia con lo local. De esta forma, comienza a desplazar espacios como el Centro Comercial la Quinta, que termina un poco aislado y pasa a ser espacio para oficina.
[3] Minkowski, leído y citado por Bollnow, habla del espacio diurno como algo claro, transparente y preciso, un espacio socializado que termina por revestir el carácter de lo público (196). Las luces del centro comercial son una simulación de ese espacio diurno de sociabilidad; en la noche el brillo de ese capital privado simula la claridad de un espacio vivencial que puede ser apropiado en la seguridad de las luces y las marcas. Son los jóvenes, desocupados y sin dinero que gastar, los que apropian la entrada como un rincón privado, una masa de códigos oscuros y con alguna cerveza, sin mucha conversación y mucho de estar-ahí.
[4] “La idea de “lugar” es la categoría más representativa cuando hablamos de los espacios públicos. El lugar llega a tener un significado colectivo por su reconocimiento y, por lo tanto, es un generador de sentido en la vida urbana, escenario de deseos y proveedor de huellas en la comunidad, por la intensidad de las interacciones que allí se desarrollan” (Pérgolis y Moreno, 98). Es interesante observar, a partir de esta conceptualización de lugar, que la entrada del centro comercial se transforma en un espacio público, a pesar de que no lo es en sentido estricto. Los jóvenes construyen un sentido colectivo en el encontrase ahí; los primeros meses después de la inauguración la entrada al centro comercial era un archipiélago de grupos de jóvenes, todos por el estar-ahí, el estar-con, el mirar-a, la posibilidad de encontrarse-con. Nora Mesa en su reflexión sobre las nuevas espacialidades y significación de lo pública presenta que “Los centros comerciales son definidos como las “nuevas catedrales”, los nuevos espacios públicos que albergan la recreación, el sentido del deambular y el transitar de la calle, con la seguridad que le brinda el contenedor que inhibe su uso a otros pobladores, y que promueve los nuevos elementos simbólicos del encuentro: las esquinas, las intersecciones, los “malls” y terrazas de comidas, las plazoletas cerradas, los pasillos, el almacén, el cajero, la entrada por la calle o por la carrera. Los nuevos sentidos de circular y permanecer, la posibilidad de sólo mirar, el voyerismo y el espectáculo de los cuerpos, los peinados y la moda.” (126). El resaltado, que es el mío, resulta interesante en cuanto a que es un punto de encuentro, pero es un punto de encuentro fronterizo en el que público y privado se confunden en la apropiación (no en lo urbanístico); aun en la dinámica inicial de esa entrada se daban ocasiones en que ese punto fronterizo no representaba la seguridad del adentro del centro comercial.