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viernes, 20 de junio de 2014

La intimidad de la casa (III)

La casa de América



Rosaleda Rosa
La mirada abarca parte de la ruta fúnebre al cementerio por la carrera primera. La mirada se detiene en una esquina, en una casa cuyo antejardín está lleno de rosas rosadas. La mirada se acerca a los pétalos suaves y húmedos, al giro manierista de las espinas que siguen el camino de los delgados tallos. La mirada recorre los marcos de granito que delimitan la tierra de los rosales, luego entra por la puerta a una casa de una planta. La mirada salta unas vitrinas llenas de misceláneas y chucherías, evita el comedor tomando un pasillo que la lleva a tres habitaciones en galería; por una de ellas se sale a otra habitación y al patio, donde un loro verde come mojicón con leche. La mirada se da la vuelta y se da cuenta de que ha sido seguida por un niño de pasos silenciosos, que observa distraídamente al loro y a un naranjo raquítico que está allí en el patio. La mirada se aparta cuando una señora aparece y le dice al niño que es de mala educación no saludar, con dulzura le reprende por la costumbre de meterse por las habitaciones para salir al patio y no pasar por el comedor, la cocina y la sala para saludar a todos. La mirada observa los ojos del niño, confusos sobre la entrada a esa casa, pues si hay dos caminos, el del comedor y el del pasillo de habitaciones, por qué debe ir por el que está más lleno de gente, besos y preguntas reiterativas.

La intimidad de la casa (IV)

La casa de Piedrapintada


La mirada abarca una cuadra escrupulosa que sale a la Carrera Quinta. La mirada sigue una secuencia de casas de una planta, cuyas fachadas dibujan una austeridad llena de pequeños detalles, una distinción de puntuales elegancias. La mirada detalla un farolito allí, ciertas ventanas salientes allá con sombreritos tejados, una fuentecilla en el antejardín. La mirada se mete por debajo de la puerta de una de esas casas, allí encuentra una sala con sillones pesados y, sentado en uno de ellos, un señor cuyos cabellos blancos relucen intensamente en el claroscuro del lugar. La mirada se aventura por un pasillo que parece no conocer la luz, sigue la senda oscura y no sabe cómo sale a un cuarto, donde un niño saluda a una figura fantasmal y arrugada que sonríe. La mirada se refugia en la boca abierta del niño, quien piensa que la cama de esa habitación es tan alta que los que duermen allí deben vivir con miedo a caerse mientras duermen.

Un primerazo para el recién-ven-ido

Carrera punteada en 14 paradas
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  1. Llegas al terminal de transporte. Sientes que ese aire de ciudad te es familiar, impreciso. Sales del edificio, ves la hilera de taxis y de palmeras, la avenida en frente y unos cámbulos al fondo. Caminas un poco, intentando ubicarte, recordando las indicaciones que te habían dado. La ciudad no es tan caliente como te dijeron, en realidad está bastante fresca. Sientes un suave sol de tarde acompañado de unas brisas irregulares. Allí está la camioneta negra, el tipo que la conduce te hace una seña brusca, como una mueca casi atroz.
  2. –Sabe, no le tocó una tarde caliente y parece que esta noche llueve… Mire, ahí queda la policía metropolitana, antes estaba el cementerio, pero lo bajaron, allá para donde vamos… Aquí vamos por la Ferrocarril, pero en la próxima damos la vuelta y cogemos la primera…
  3. Mientras el tipo habla, tú sientes una extraña familiaridad en ciertas fachadas de pueblo con avisos de ciudad, en los colores livianos junto a tonos brillantes, en la pintura descascarada, en los ladrillos exteriores llenos de intemperie, en las franjas delineando puertas y ventanas, en los enrejados rectos, o de flor o de rombo, en ciertas puertas abiertas, en ciertas caras entre dormidas y expectantes.
  4. El tipo habla y tú evitas mirarlo, pues de cuando en cuando se dibuja aquella mueca casi de atroz, ese gesto que te hizo hace un rato, un gesto como si los párpados inferiores se le cayeran y se le unieran a unas comisuras labiales desgarradas y tensionadas, en un par de arcos únicos y brutales. –Esas bajadas que aparecen a la derecha dan a los barrios del sur, al río Combeima… Y por aquí, por la carrera primera, exactamente por esta ruta que estamos haciendo, bajan los entierros… …Por ahí se sale a la variante… …Este es el barrio América… …Y hasta aquí llegamos, este es el cementerio San Bonifacio.
  5. Al bajarte de la camioneta negra, ves el largo muro blanco del cementerio, separado por columnas de un verde blanquecino y coronado por hileras de balaustres. La camioneta arranca y quedas enfrente de un letrero verde que dice “ENTRADA”. Das un par de pasos y susurras, le susurras algo al letrero de entrada. Das pasos eternos sobre pensamientos dudosos.  Miras un aviso amarillo que dice “CEMENTERIO SAN BONIFACIO / SERVICIO DIARIO / 8 AM A 12 PM / 2 PM A 6 PM”. Piensas que ya está tarde, que no hay tiempo para hacer nada.
  6. Disimuladamente, como si algo te acechara, te alejas del cementerio y remontas la primera a pie. Recorres en dirección inversa la ruta de fachadas, colores, formas, familiaridades. La sombra de la camioneta negra, negrísima, se instala en tus pasos tras el sol de los venados. Un asomo de paranoia, poco menos que eso, piensas.
  7. Llegas a una estación de servicio. Te detienes allí un momento para ubicarte. Alguien grita tu nombre. El grito suena de verdad, para ti suena de verdad, suena un poco más alto que la sombra de la camioneta. La voz, de verdad, proviene de una cara redonda con bigote que sale de un taxi. Reconoces la voz y la cara.–Pues sí que el mundo es chiquito. Venirnos a encontrar por estos lares, después de’ste jurgo de tiempo… apenas si lo reconocí. ¿Y qué hace por este pueblo? …no, no… esto merece unas polas y unos güaros, súbase a mi cacharro.
  8. Te subes al taxi y lo único que preguntas es la ubicación del terminal de transporte. Tu viejo amigo, tu olvidado amigo, tu bigotón y carirredondo amigo, indica que estaban al respaldo del terminal. Le dices que solo estás de paso y que necesitas estar cerca del terminal. Tu amigo se ríe. Tú insistes. Tu amigo se ríe. Tú insistes. -Pa’ lo chiquito que es este pueblo… yo lo llevó a la hora que quiera, pero ahorita mismo cogemos pa’l centro.
  9. La primera, la primera, ese taxi te sube por toda la primera. Piensas que nunca saldrás de esa carrera, una ruta enclavada en el origen de la ciudad, la ciudad es una sola carrera, una sola carrera que se estira desde un cementerio hasta esas ¿bodegas? ¿camiones parqueados? ¿ferreterías? ¿materiales para construcción? ¿cacharrerías? ¿distribuidoras? ¿ventas al por mayor y al detal? ¿comercializadora? Solo una casa te recuerda a la otra primera, la que hace un rato bajaste y subiste, la familiar, la de fachadas bajas.
  10. – ¡Ah, qué cagada! Si ve, mano, me tocó dejarlo por aquí. Cosas que para qué le cuento. Pero lo dejo en buen sitio. Mire, entre por esa puerta, al fondo hay una escalera. Suba y pregunté por Luis; diga que va de parte mía. Si puedo, ahí le caigo más tarde.                                                     Curioso, el color verde ácido, muy limón radioactivo, piensas, y el blanco en las cornisas, en las ventanas. El edificio tiene tres pisos, un largo esquinero de pequeñas ventanas seriales en los pisos superiores; en el primero, locales comerciales, sillas de plástico, comida y bebida. Entras. Preguntas por Luis. Claroscuro y olor de discoteca. Bebes ron. Luis habla y ríe. Luis dice cuak, cuak, y suelta una carcajada. Bebes aguardiente. Luis dice que la noche no ha empezado. Claroscuro, pista de baile, barra de baile. Bebes ron. Te das cuenta de que ya hay gente, los hombres beben, babean los ojos, las mujeres tienen poca ropa y llenan el claroscuro con brillos, bailes y aroma a aceites perfumados.  Luis aparece a ratos y hace señas y hace guiños. Te das cuenta de que tienes hambre, te das cuenta de no sabes por qué entraste, por qué preguntaste por Luis. Bebes acompañado. Bebes cerveza. Hablas de grandes cosas. Bebes, orinas y hablas de grandes cosas. Anuncian shows y promociones. Luis trae otra botella y hablas grandes cosas sobre las botellas. Anuncian que la discoteca va a cerrar. Anuncian que el amanecedero va a abrir.
  11. Bajas por una escalera metálica, cuadrada, y sientes que todo se mueve, como si la escalera apenas estuviera puestecita, enganchada a esas cuatro angostas y alargadas paredes, húmedas y grises, como el interior de una torre llovida, hecha con ladrillos de cemento. Sales a una especie de salón, que más parece una cueva, y sientes que el techo está muy bajo; el olor a humedad y a aceites perfumados. Ahí viene el mareo y lo pasas junto a las escaleras metálicas. Un par de voces suaves y amistosas hablan de hijos y de papilla de plátano. El mareo te hace callar, ya no hablas de grandes cosas, ahora escuchas historias sobre el crecimiento y la papilla de plátano. Las voces amistosas se burlan de ti con amabilidad. Los ojos de las voces parecen cansados entre la mala luz y tu mareo. Te unes a la conversación y escuchas pequeñas cosas, sobre trasteos de emociones, sobre la dureza de los segundos, sobre la cocción de plátano para hacer papilla, sobre los malos modales en la mesa y en la cama, sobre la oportunidad, la fatiga y el aburrimiento. Después de un rato las voces, los ojos, el perfume, la conversación, todo sube por las escaleras, taconeando el resonante metal a través de la torre húmeda. Vas a una mesa y te quedas dormido.
  12. – Lo dejamos allí en urgencias y ya. Téngalo duro o nos caemos los tres–. Quién te habla, te preguntas, dónde estás, te inquietas, cuáles tres, te confundes. Es una calle desierta y tienes frío. Estás cargando a un bulto que respira, pero no lo cargas solo; la voz que te habló también hace fuerza. Pasa un taxi. El viento que baja por la calle levanta un vago olor como a granja, como a finca, como a comida para pollos. Con la mirada, poco a poco, empiezas a husmear locales cerrados a ambos lados de la calle, productos agrícolas, ferretería, supermercado. Un poco más al fondo hay un edificio largo, blanco, iluminado, que desentona con estas fachadas, casi todas bajas y desgastadas.
  13. – Bueno, llegamos… ahí lo dejamos, que lo atiendan… nosotros que de buenos samaritanos lo cargamos hasta aquí–. Unas preguntas. No reconoces a quien yace en la camilla. Pasa un rato. Alguien llega y nos agradece. Sales. El otro, la voz con la que venías cargando  a aquel desconocido, sale contigo  y camina cerca de ti. El edificio no tienen nombre. Sin embargo, antes viste un letrero que decía “CLÍNICA TOLIMA. URGENCIAS”. El letrero estaba como aviso de un parqueadero que estaba junto a la clínica.  Tienes frío, es un helaje que baja por la calle, pasa piel, músculo y te hace tiritar los huesos. Ves algunos carros en el parqueadero. Te dispones a irte de allí, cuando el otro empieza a hablar: – Sabe, esta clínica antes fue el Hospital San Rafael, pero hubo muchos problemas, una crisis que no aguantó el buen San Rafael. Por allá a finales de los 70, una sociedad de médicos rebautizó al buen San Rafael como la Clínica Tolima. Sabe, San Rafael es popular, medicina de Dios, salud, el que sana, pero la muerte también sana, sabe. Quizá por eso antes de la Clínica Tolima, antes del Hospital San Rafael, aquí había un cementerio. Ve qué curioso, ¿será buen o mal augurio sanar en tierra de muertos? El caso es que el cementerio lo pasaron para la Ferrocarril, ahí casi en frente del Terminal, donde ahora queda la Policia Metropolitana. Ve qué curioso, esos verdes que caminan la ciudad como jueces de conducta tienen como casa el suelo de una sentencia definitiva. Y bueno, el cementerio terminó abajo del barrio América, el cementerio San Bonifacio. Si usted sigue por toda esta ruta, que es la carrera primera, hacia allá, se encontrará inevitablemente de cara con las tapias blancas del San Bonifacio y, en el camino, con los heraldos negros que nos manda la Muerte / Y el hombre... Pobre... pobre! […] vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.
  14. Volteas a mirar y realmente lo miras por primera vez, la expresión tranquila de la mueca casi atroz, y corres, corres por la primera abajo, en busca del terminal del transporte, un bus te sacará de la ciudad, piensas, de la ciudad que es una sola carrera, de la ruta que hacen los cementerios, entre hospitales, vigilancias, licores, fachadas desgastadas, miradas expectantes, rutas rutinarias, soles de tarde y noches negrísimas. Corres, corres. Un primerazo para el recién-ven-ido.           

Y un imaginario musical IV (Subdominante)… En busca del bautista


falling through the light
© Sarah Klockars-Clauser / Attribution-ShareAlike
La instrucción decía “Parroquia san Juan Bautista. El Jordán II etapa”. Esas primeras etapas del Jordán, una galería de pequeños recuerdos, ¿recuerdas? El barrio siempre te producía sensaciones confusas, como antagónicas, pero coherentes en sus propias conexiones, ¿recuerdas? Todo te parecía familiar, cercano, las puertas de las casas entreabiertas, las caras en las ventanas expectantes del saludo de algún compadre, las tiendas con olor a arroz acalorado, los niños en los antejardines, las rejas multiformes, el aire de pueblo cerrado. Al mismo tiempo, una cierta sensación de extranjería te invadía, como si el barrio dijera: tú no eres de este pueblo y este pueblo no se hace responsable de los extranjeros, ¿recuerdas?  Una vez, diste muchas vueltas buscando la casa del tal Camilo, ibas solo y hacía rato que habías cruzado el límite espacial que permitían tus papás, no encontrabas la dirección y sonaba un vallenato, dabas la vuelta en una esquina y una señora aullaba de lo lindo una canción de Darío Gómez, bordeabas un parque y de alguna casa salía una balada romántica en la sintonía de Tolima FM Estéreo, pensaste en devolverte y salir de ese laberinto de fachadas variopintas que, en el fondo, eran todas igualitas. 
Pero, al fin encontraste la casa del tal Camilo y viste con asombro las portadas del Fourth Dimension de Stratovarius y del Legendary Tales de Rhapsody, nunca habías escuchado algo similar y te pareció increíble la energía que emanaba de esa música, incluso estabas tan absorto en las poderosas velocidades de esos sonidos que no te importó el hecho de ser un extranjero, un chiquilín en medio de esos mechudos que te preguntaban “¿Y usted es muy amigo de Camilito?”, ¿recuerdas? Sí, yo sé que lo recuerdas mientras buscas al bautista, en esta noche tibia, como en aquella otra noche tibia en cuyo calor también buscabas al bautista… bueno, no tú, tus papás, un jueves santo, en esos tiempos en que visitaban los siete monumentos; ahora caminas y recuerdas a tu papá diciendo “era pasando dos parques, pero de noche como que me desubico”, de una u otra manera encontraron al bautista y en sus aposentos había un cuchicheo sagrado, ¿recuerdas? Creo que ya no me estás escuchando, acabas de entrar en la iglesia y la melodía que recién se alza se hace aire, el aire para la cuerda de sol infla tus pulmones, oxigena y acelera tu corazón, te petrifica y te desmorona con la suavidad de los compases que reman hacia abajo, y yo que puedo verte, veo cómo sientes esos compases, cómo inhalas el sonido de las cuerdas con el olor de la iglesia, cómo conectas el olor de la iglesia con el color de la sangre, cómo recuerdas el color de la sangre con la primera vez que escuchaste el aire para la cuerda de sol; entonces, la melodía salía del fondo de una escena, como ahora sale del fondo de la iglesia, en esa escena un enorme robot escarlata hacía llover la sangre de unos monstruos blancos de labios rojos, ahora tienes en la retina la imagen de los monstruos desmembrados y de un cierto disparo en un estanque naranja profundo, ahora recuerdas los jueves santos y el miedo que te daba la sensación de que alguien supiera el sufrimiento que le aguardaba. El aire se apaga con un movimiento de la batuta, hay aplausos y un señor afirma: “Esto es lo que llaman música sacra o sea para la semana santa”.  

Y un imaginario musical III (Mediante)… La colina de las notas sacras



Una tarde, un camino, la carrera sexta que se empina poco a poco, un camino que se empina hacia el occidente, una tarde, un camino que va hacia el sol que se oculta naranja; por toda la sexta, una tarde, se cruza la sesenta, El Limonar, el costado del antiguo hospital del Seguro Social, acabado ahora, remplazado ahora, referencia a un pérdida de ciudad y recuerdo vivo de una corrupción embuchada; por toda la sexta, se delinea una paulatina subida hacia el antiguo, pudiente y almizcloso barrio de Piedrapintada, construido sobre una pequeña y aparente meseta; a un lado de la sexta, por el camino que conduce a ese barrio, una colina supone un límite, alto pasto, densos matorrales, corona de agua, mala metáfora para un tanque del acueducto municipal. 
Pero hay que ir a escuchar las notas y no se quiere dar el rodeo a la colina, entonces se corta camino por las escaleras, unas escaleras con historia tenebrosa, producto de que haya matorral a un lado y caída de varios metros al otro. Finalizadas las escaleras, Nuestra Señora de Chiquinquirá, pequeña y acogedora, la iglesia de Piedrapintada; se entra, se toma asiento, bancas llenas, sacerdote que bendice con familiaridad, funcionario que pone junto al púlpito un póster de la alcaldía, gobierno e iglesia en la semana mayor, bienvenidos al festival de música sacra, entran las cuerdas y el concertino afina, entran las voces y el de la batuta, un austero grupo, unas austeras notas, la Filarmónica de Ibagué presenta el plato fuerte, Die Sieben Worte Jesu Christi am Kreuz, “Las siete palabras de Jesucristo en la cruz”, antecesor del oratorio barroco, textos de la biblia luterana, 1645, Heinrich Schütz; un austero grupo, un grupo con potencial, aunque en ciertas notas pareciera haber desdén hacia la batuta, un grupo en formación, suenan las voces en alemán luterano, aunque una que otra se ahoga, u olvida al personaje; y el público, entre feligreses de la iglesia y amigos de los músicos, atentos, atentos, algunos aplauden en medio de la obra y la batuta se agita molesta, un niño se para al lado de los ejecutantes y festivamente imita en todo grosero; la obra termina y gusta, gusta, eso dicen varios, sublime, mística, un acercamiento a Dios, una señora se siente en mea culpa por no gustar de esa música, pero resuelve que remplazó misa. Se espera al director y se le pregunta sobre esa elección ¿la búsqueda de un espíritu de fraternidad?, himnos luteranos en una iglesia católica, pero el director frunce el ceño y afirma tajantemente que lo que se tocó fue católico, aduce unos detalles biográficos sobre el compositor de la pieza, hace un elegante ademán de corte y da media vuelta. Hay que bajar de la colina de las notas sacras y pensar que al público le gustó; no saber resulta una bendición estética en esos corazones.